Por la salud mental y el bienestar de Cali
Hablar de salud mental no es algo distinto a referirse al bienestar emocional de las personas. En esta ocasión no quiero referirme a la situación de uno o varios individuos en específico, sino a la salud mental de nuestra ciudad y la de los caleños en general.
La intolerancia, el irrespeto y la división ahora predominan en las calles de Cali: semanalmente se hacen virales videos que protagonizan caleños que se agreden entre sí por desacuerdos, significativos o no, a raíz de imprudencias viales, inadecuada disposición de los residuos (basuras), mala convivencia en los barrios, entre otras.
La unión, el trabajo en equipo, la solidaridad con aquellos quienes compartimos nuestra casa común pareciera ser cuestión del pasado. Para poner en contexto, según el Observatorio de Seguridad de la Secretaría de Seguridad, el 45% de los homicidios cometidos en la capital del Valle del Cauca desde 2005 son producto de la violencia social. Es decir que responden a la intolerancia.
Es un dato estremecedor, pues indica que si bien nuestra ciudad es foco de dinámicas delictivas complejas (incluso con incidencia internacional), casi la mitad de las muertes (980 en 2022) están relacionadas a la intolerancia que impera en nuestra ciudad.
Intolerancia que se refleja no solo en peleas o riñas, sino en el irrespeto a la autoridad, derivando en problemáticas como la accidentalidad, agresión a policías o agentes de tránsito, daños a la infraestructura y los equipamientos de la ciudad y deterioro de los espacios públicos.
Ante esto, como una persona que ha dedicado su vida a estudiar la salud colectiva, creo que hay duelos que los caleños aún no hemos hecho y que agudizan los sentimientos de rabia y frustración que hoy predominan en la ciudad: el estallido social de 2021 y las afectaciones socioeconómicas que trajo consigo la pandemia son dolores que aún no hemos podido asimilar y sanar como individuos. En ese proceso tampoco hemos encontrado el respaldo de una institucionalidad fuerte que pueda tramitar nuestras necesidades, lo que ha aumentado la incertidumbre que hoy impera.
Eso nos deja como resultado una ciudad sin sentido de pertenencia, sentida, sufrida y poco solidaria. Estoy segura de que los caleños no somos eso, creo firmemente que nos podemos reconciliar, que podemos desescalar nuestro lenguaje y nuestras acciones, enseñando y corrigiendo a los demás desde el amor y el respeto por ellos y por las normas.
Como señalé en mi columna de la semana pasada, ‘La identidad caleña’, es momento de que aportemos, cada uno, para hacer de Cali la ciudad que nos merecemos. Si no insultamos a quien comete un error en la vía, si sacamos la basura el día que es y la disponemos dónde debe ser, si no nos pasamos los semáforos en rojo, si como motociclistas no invadimos la ciclorruta, si no nos colamos en el transporte público, contribuiremos con pequeñas acciones para el renacer de la salud mental de Cali.
Evidentemente hay problemas estructurales que afectan el accionar y el sentir de los caleños: es innegable que la inseguridad, el aumento de los hurtos, la ineficiencia del transporte público y la movilidad y la falta de oportunidades calan en lo más profundo de nuestro orgullo. Para dar solución a eso elegiremos a la mejor alcaldesa, pero será menos complejo si nos unimos, si trabajamos en equipo por nuestro bienestar físico y emocional.